miércoles, 2 de marzo de 2011

Los tesoros pictóricos de nuestra iglesia.

Todos los que conocen el edificio del santuario de nuestra señora de la Caridad, se dan perfecta cuenta, de la esbeltez de tal grandioso monumento. La parte externa no podía ser excepción que se sustrajese  a la deplorable norma seguida desde su fundación, consecuentes con ella, fueron rotos los muros de sus costados para dar hueco a dos puertas y rellenar el espacio comprendido entre sus atrevidos y airosísimos botareles, por dos pórticos del peor gusto, que al ensanchar sus muros le quitan proporciones y armonía.
Una de las puertas laterales que aún se conserva.

Con forma de cruz latina, en gracia a las muchas obras artísticas que en su recinto atesora. Su elegante y atrevida nave está dividida en dos partes por una magnifica verja asentada sobre fuerte, zócalo de mármol, de sólidos barrotes de hierro, su hechura no desmerece en nada de las más famosas de iglesias y catedrales, pues su chapa repujada y remate de flores honran al artífice que la llevara a cabo. Como detalle destacamos su peso, 612 arrobas (Una arroba equivale a la cuarta parte de un quintal y procede del mozárabe  que lo tomó prestado del árabe  الربع (ar-rubʿ, cuarta parte,  a su vez del mismo origen que el hebreo arba, 4, un cuarto de quintal, es decir 25 libras, masa equivalente a 11,502 kg12,5 kg en Aragón). Y tan solo costó 33.108 reales.

  A excepción del Altar Mayor, sólo los cuadros merecen ser descritos; lo demás  no sale de lo vulgar de la mayoría de nuestras iglesias.

    Cinco de estas  magníficas pinturas  fueron realizadas por   Doménikos Theotokópoulos, en griego Δομήνικος Θεοτοκόπουλος (Candía  1541 – Toledo 1614 , conocido como el Greco.

La más admirable situada a la izquierda, según se mira al Altar Mayor, representa a San Ildefonso,( Toledo 607-667) fue Arzobispo de Toledo del año 657 hasta su muerte, y es considerado uno de los Padres de la Iglesia.

En el cuadro, El Abad toledano está sentado ante una mesa que le sirve de escritorio, cubierta de rico terciopelo grana, adornado con cordón de oro y zócalo de igual color. Se sienta sobre amplio sillón de igual tela y, repartidos sobre la mesa, aparecen diversos útiles de escribir y rezo, todos muy en armonía con el ambiente y conjunto de la reducida estancia. Su delgado y esbelto cuerpo se cubre con una amplia esclavina cerrada hasta el cuello, del cual asoma una ligera tira blanca que al igual que en las mangas es de fina batista, llegando a su terminación en unos holgados puños, para no dificultar en nada el movimiento de las manos. De ellas, la derecha sostiene una pluma blanca de ave, y la izquierda se apoya en su original libro. Son dos manos de un prodigio de ejecución y de una naturalidad sorprendente.

    La Cabeza es inimitable. En ella no sabemos qué supera más, si la obra maestra de técnica o la sublime expresión de su semblante.

El rostro representa inequívocamente huellas de largas vigilias y profundas meditaciones, su demacración es extrema. El cuello se desvía en escorzo hacia su izquierda y contempla extasiado a la imagen de la cual parece querer inspirarse. La boca, al rasgarse, dibuja una amarga sonrisa y los ojos, muy pequeños y más aminorados, por la profundidad de sus órbitas, la miran melancólicamente.

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